”Viví en las profundidades y las profundidades comenzaron a hablar”.
Carl Gustav Jung
Manuel Moreno
—Noviembre de 2024—
He vuelto. No me refiero al viaje entre Gijón y Bérriz, enclave geográfico donde Barnezabal se encuentra, sino al retorno de un sentimiento. Tampoco hablo del sentimentalismo personalista y superfluo, de ese barniz emocional que nos diluye en la superficie de las cosas.
Lo que aquí voy a expresar se refiere a un sentir que hunde sus rizomas en las inmediaciones de lo numinoso. Vivencias que nos aproximan a la encendida llama de nuestros propios fundamentos existenciales.
Asistí en la segunda quincena de noviembre (2024) a cuatro jornadas de meditación intensiva. En la práctica del zazen, este tipo de retiros se denominan sesshin, 接心. Se trata de una forma milenaria de meditación oriental que tiene sus equivalencias (también sus diferencias) en la contemplación y en la mística de otras tradiciones religiosas, entre ellas la cristiana, tal y como ilustra el sacerdote jesuita alemán H. Enomilla Lassalle, en sus obras. Los pormenores y sutilezas relativas a la práctica meditativa desembocan en los mismos mares que caracterizan la disposición contemplativa, siendo en todo caso variantes de un periplo arquetípico conducente a las cercanías del propio sustrato, es decir, a una conexión consciente con el mismo.
Vuelvo a Barnezabal sin querer pasar por alto lo ya expuesto en otras ocasiones: los cuidados y exquisiteces de cuanto allí me encontré. En el escenario mercedario que brilla sin ostentación en cada uno de sus rincones, nos encontramos con el reflejo de esa ternura que la madre Margarita, reivindica, y que permitió realizar la gesta de un largísimo viaje marítimo al extremo oriente, como impulsora y fundadora del cariz misionero de la orden mercedaria de Bérriz. Ella quiso llevar a través de su quehacer misionero los signos de la “…la ternura y de la Merced de Dios, especialmente para los mas débiles de nuestro mundo”.
Y es aquí donde quisiera detenerme y preguntar/me, si no somos nosotros occidentales del primer mundo, en general bien aprovisionados de recursos y oportunidades como colectivo, víctimas inconscientes de nuestra propia opulencia y más necesitados que siempre de otras miradas y sentires como las que brotan del desasimiento y la pobreza de espíritu.
Cuando contemplo las salas dedicadas a la Ruah; los árboles vetustos, olivos y frutales del patio/ jardín, sin olvidarnos de la huerta; los bosques de hayas y robles cuyo colorido abandera con diferenciados matices cada estación; las capillas, salas de conferencias y reunión; el sobrio e imponente templo monacal del siglo XVII; la ermita que corona el monte desde el que se divisan escenarios naturales de extraordinaria belleza como el monte Anboto (el hogar mitopoéico de Mari), el pueblo de Bérriz y el propio complejo monástico a cuyo costado se encuentra la casa de espiritualidad.
En todos y cada uno de estos lugares parece retratarse la simplicidad originaria del ser uno. Lugares sin artificio desde los que realizar tránsitos de ida y vuelta hacia (y desde) la propia profundidad. Sin olvidar tampoco, que la fenomenología anímica que acompaña este tipo de experiencias no es por cierto nada idílica. Distanciado de los roles cotidianos, de nuestras máscaras sociales correspondientes, uno se observa transitado por una auténtica miríada de pensamientos/ imágenes. Ellas superpueblan el tejido psico-mental perturbando nuestra subjetividad.
Y esta podría ser, a mi parecer, una ramificación tardía del impulso misionero de la madre Margarita, que nos ofrece una entrañable hospedería-santuario donde recogerse al abrigo de nuestra dimensión profunda, siempre en diálogo silencioso con la Ruah, el aliento trascendente. Una mano, la de las mercedarias misioneras de Bérriz, genuinamente abierta y desprejuiciada.
Y yo no puedo sino expresar mi sincera gratitud y contento por todo ello. Testigo de la generosidad de personas que entregan su tiempo y energías a hacer realidad esa ternura reivindicada por la fundadora de su proyección misionera.
Barnezabal facilita acariciar ese ahora atemporal donde los espejos de nuestra mente dejan de reflejar al sujeto egocéntrico, agrandando la sutil grieta desde la que acecha aquello que no puede ser descrito ni pensado.
“…el pensamiento (o la forma del pensamiento) que constituye el punto crucial de la disciplina de la meditación en el zen, consiste en el sumergirse del hombre en el propio abismo existencial incluso más allá de las regiones subliminales del llamado inconsciente. Pero al llevarlo a cabo, el hombre no está sondeando el abismo de su ser; en realidad, está sondeando el abismo del campo metafísico del Ser mismo, que permanece eternamente inviolado por el flujo de imágenes y conceptos que atraviesan el plano empírico de la conciencia.”
Toshihico Izutzu